Poco después del accidente, Malasuerte empezó a ponerse huraño. La muerte de su padre no le quitó el sueño ni le arrancó lágrima alguna: fue como si alguna compañía misteriosa y angelical fraccionara todo su dolor en 48 cuotas mensuales, casi imperceptibles, sin interés alguno. El buen iluso había pasado toda su vida tratando de complacer las exigencias de su progenitor, un anciano cascarrabias y fracasado cuyo único hobby consistía en expandir un terror cancerígeno sobre la humanidad de su hijo, y solo después de salir (a duras penas, con el brazo dislocado colgando como gelatina) del taxi estrellado y vislumbrar en la acera un cadáver ensangrentado al que tardó en reconocer como su padre, cayó en cuenta de que en realidad detestaba al viejo. El súbito resplandor de conciencia que le iluminó la mente e hizo que se le retorcieran las tripas de angustia y desengaño (epifanía, diría Saulo de Tarso) pronto se convirtió en una suerte de caldo bilioso que lo inundó por completo, le arrugó el semblante y deformó las facciones de carnero-mártir que tanto alababa su madre. De molusco blandengue pasó a bestia resentida, el payaso insufrible emergió de su crisálida de complacencia y devino en una suerte de mole furiosa que, de ahora en adelante, arremetería contra cualquier infeliz que osara cruzarse en su camino.
Malasuerte aprendió a odiar su nombre y se llenó de sospechas, desconfianza y malas intenciones. Con el único motivo de fastidiarle la vida a los demás, empezó a acudir a lugares en los que no era bien recibido. Curiosamente, aquellas personas que antaño soportaban su presencia con gélida cortesía empezaron a tomar por excentricidad su verborrea endiablada, confundiendo su cólera reprimida con una nueva, fortalecida identidad, y empezaron a adularlo. Cuando quería arruinarle el día a alguno de sus camaradas de juventud, el susodicho terminaba haciendo un examen de conciencia y agradecía a Malasuerte por “decir con valentía lo que otros preferían callar”.
Malasuerte es como un signo menos: si se lo antepone a algo negativo, da positivo. Al pobre le tomó un par de décadas de servilismo insufrible (y dos muertes en la cuenta del Señor) darse cuenta de que su suerte funcionaba al revés, y que su bienestar era proporcional al número de canalladas que realizaba por día.
*Esto va dedicado a todos los Malasuertes y mártires idiotas que en algún momento consideraron inmolarse para alcanzar algún hipotético estado de gracia, como yo.